A mis hermanas,
porque, como dice González Iñárritu en la dedicatoria a la película 21 gramos
"...cuando ardió la pérdida, reverdecieron sus maizales"

Cuando Guille nació, yo no estaba preparada para la vida. Muchos años estuve tan cerca de la muerte, que su nacimiento me desconcertó.
Fueron años tormentosos, entre el ’99 y el 2000 mi mamá y mi papá fallecieron. Murieron ambos de cáncer, eso incluye noches enteras en el sanatorio, operaciones que nos tenían durante horas delante de la puerta de terapia intensiva, peleas enternas con las prepaga que se negaba a cubrir los gatos de los tratamientos oncológicos, estudios de contraste, espera de los resultados, vómitos, llantos y la noche más larga de mi vida . Hasta llegué a llevarme la bolsa de dormir al Británico para poder descansar un rato. Fuera del sanatorio me dedicaba por completo a la “carrera”, y me lo tomaba así: con una exigencia terrible, aferrada a eso que creía que podría salvarme del dolor
No fue fácil dejarlos ir. Significó mucho esta pérdida para mí, significó crecer y a la vez “ser”, ya que más allá del amor que nos teníamos…no nos habíamos dejado “ser”. No habíamos sabido convivir con el deseo del otro y vivíamos en un campo de batalla en donde siempre se imponía un deseo, ahogando lo que necesitaba el otro. Pero esa dinámica era la vida que yo tenía. Y fue muy difícil cambiarla. Esa vida, esa batalla, estaba asociada al amor. Y hacer el duelo del amor fue un camino larguísimo.
Mi papá falleció de cáncer de pulmón el 10 de mayo del ‘99. Murió 30 días después de que se lo diagnosticaran. No se enteró de mucho. Pero su muerte fue un golpe durísimo para mi familia. Cinco días después se casaba mi primo, fuimos con mi mamá y mis hermanas a comprarnos algo de ropa. Pensamos que salir nos aliviaría. Pero no, ver gente viviendo su vida al margen de nuestro dolor fue aún más desolador. Parece de película mediocre, pero recuerdo terminamos las cuatro abrazadas, llorando, en la esquina de Mitre y Córdoba. Así somos las “Serenelli’s”, en realidad así somos las “Santi’s” diría mi tía paterna (y es cierto, nunca la vi desgarrarse así).
Como digo siempre, mi viejo murió estando demasiado vivo. Pasaron los meses y se me fue yendo esa sensación de “irrealidad”, de a poco comprendí que ya no nos veríamos nuevamente. Y que las palabras que no fueron dichas no podrían ya ser recuperadas. Y de a poco lo dejé ir. Me di cuenta de que ese proceso comenzaba cuando por fin pude empezar a hablar de él, a contar lo que había pasado.
Mi mamá murió de cáncer de colon el 27 de agosto de 2000, hacía dos años que la venía peleando. Varios ciclos de quimio la habían dejado devastada. Pasamos tantas noches en el Sanatorio Británico, juntas, tomadas de la mano y aferrándonos a la vida que se escapaba. Me despedí de ella un sábado a la tarde, en la habitación sonaba Edith Piaff -mi hermana mayor había llevado un pequeño grabador- y yo sentí que en ese cuerpo tendido en la cama ya no estaba mi mamá. Salí del sanatorio quebrada, tratando de olvidar esa imagen para quedarme con lo otro: las tardes de sol en bicicleta por el Campo de la Gloria.
Murió el domingo a las 2 de la tarde, estaba haciendo un lemon pie y llamaron mis hermanas: lloramos en el teléfono –en ese momento vivíamos en San Lorenzo y mi mamá estaba internada en Rosario- nos dijimos que nos queríamos y que íbamos a estar juntas. Corté, me quedaba por delante lo peor: decírselo a mi abuela Irma, la mamá de mi mamá. No pude más, entré al baño y se lo dije, nos abrazamos llorando y prometí acompañarla.
Desde siempre tuve una relación muy especial con mi abuela, estábamos “sintonizadas” a tal punto que nos dolían las cosas que le pasaban a la otra. Estábamos “fusionadas”, si se pinchaba el dedo con una aguja, a mi me dolía. Parece una locura, pero era así. Los tres años que mi abuela sobrevivió a mi mamá creo que le sirvieron para irse bien de este mundo, sin pesar. Y a mi me sirvieron para despedirme de ella serenamente.
Después del entierro de mi mamá, nos pegamos mucho a nuestra tribu “del barrio”. A las vecinas que nos traían comida y que cuidaban a mi abuela –que era minusválida desde joven- cuando nosotras estábamos trabajando o estudiando. Hicimos grandes cosas las cuatro juntas, logramos vender la “casa grande”, vivimos sin matarnos en la vieja casita de mi abuela y empezamos a construir nuestra independencia.
Pero el fantasma de la enfermedad y de la muerte habitó con nosotras demasiado tiempo. Mi mamá dejó instrucciones precisas acerca de lo que se "debía" hacer con los bienes materiales, procuró dejar todo arreglado para que yo pudiese terminar Letras sin trabajar. No contaba con el fin del gobierno de De la Rúa, ni con la crisis que vivió el país de ahí en adelante. Dejó también un diario contando sus días con la enfermedad. Al leerlo quedé atravesada por su propio miedo: el miedo a morir, a no ver a sus hijas crecer, a seguir sufriendo en cada quimio. Desearía poder dejarlo ir de entre mis manos, pero no puedo. Algo retiene ese diario en el cajón de los recuerdos. Tal vez soltarlo sería liberador, pero aún no estoy lista. Es lo único que conservo de esos días.
Hacer el duelo por los seres queridos que se van se parece, y mucho, al puerperio que hoy en día debemos atravesar las mujeres que afrontamos la maternidad: te puede llevar años construir este nuevo “yo”, esta nueva identidad que te da la muerte –en el caso del duelo- o la vida –en el caso del puerperio-. Pero la sociedad solo te ofrece un par de meses para hacer todo el proceso. Porque hay que “estar bien”, y lo paradójico es que no se puede “estar bien” sin afrontar los duelos en toda su magnitud.
En el camino, y antes de vender la casa familiar, también murieron el gato -Peteco, si, si…el mismo al que mi vieja llamaba desde la calle Peteeeeeeeeeeeee!-, y el perro (Pelé, un pekinés negro que estuvo 10 años con nosotros). Parece un detalle menor, pero esas muertes cerraban el ciclo de mi familia de origen: lo que había sido ya no sería más.
Dicen que para convertirte en madre necesariamente tenés que redefinir tu lugar de hija. Pero cuando nació Guillermina, hacía mucho tiempo que me había olvidado de lo que era ser hija. Y tuve que recordar, y volví a sentir el vacío, y me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo sin hablar de mis viejos, de sus muertes tempranas y de la enfermedad que nos atravesó como familia.
Y sin embargo, necesito recordar, necesito que Guille sepa que esta es mi historia. Y que estos años duros me formaron como la persona que soy. Y que sin duda sería una persona muy diferente si no los hubiese vivido así. ¿Estaría mi hija hoy acá? ¿Existirían estas palabras?
Desde este dolor y desde esa profundidad estoy construyendo mi parte de esta nueva familia. Sin máscaras y sin silencios, para que no queden preguntas acerca de quién soy y de quiénes me acompañaron en este camino. Para que no queden baches en la historia de mi hija, ya que en la mía, hay demasiados silencios que ya no tendrán posibilidad de convertirse en voces.
Esa vida nueva que latía en una manta de lana aquél 3 de marzo, traería en su sombra estos recuerdos, esta parte de mi historia que había quedado oculta, tapada por todos los sucesos posteriores. Cuando descubrí que la falta de amor incondicional me había dejado con pocas herramientas para maternar, me enfurecí. Ya pasada la furia, me estoy reconciliando con lo que fueron mis viejos como personas, intento entenderlos y entenderme.
Seguimos caminando, mi puerperio cada vez está más lleno de luz. ¿Será que estamos listos para empezar a soltar?
Por acá, arde la vida.