Foto: Seema KK en Flickr Creative Commons

A propósito de algo que mi amiga Sheila comentó en la Red Social Familia Natural, alguien citó un texto de Carlos González que es, en realidad, una versión resumida del último capítulo de la primera parte del libro Bésame Mucho. Volví a leer el texto, emocionada y tengo que reconocer que es uno de mis fragmentos favoritos del libro. Personalmente (y esto cuenta solo para mí) pienso que mi hija no necesita que le "enseñe a dormir" -ya que el sueño es un proceso neurológico madurativo-, tampoco necesita que la "entrene" para ir al baño -también es un proceso madurativo- y límites sí le pongo, pero siempre desde el amor y el respeto. En conclusión, creo firmemente que el amor nutre muchísimo más que los falsos preceptos acerca de la crianza y quiero enseñarle a Guillermina que el mundo es un bello lugar, no un sitio constantemente lleno de amenazas y peligros. Este texto es maravilloso y nos recuerda cosas que la "cultura" tapa con sus frases incoherentes y vacías de sentido. Es larguísimo, pero lo publico entero por si alguien no tiene el libro.

"Muchos expertos, probablemente bienintencionados, nos hablan de los problemas de conducta de los niños. Hay problemas de alimentación, problemas de sueño, celos, violencia, egoísmo... Todo el mundo nos habla de los problemas de nuestros hijos, de cómo detectarlos, cómo prevenirlos o cómo solucionarnos, de cómo nos «manipulan» o de por qué hay que ponerles límites. Nadie nos recuerda que nuestros hijos son buenas personas.
Y lo son. Tienen, forzosamente, que serlo. Ninguna especie animal podría sobrevivir si sus individuos no nacieran con la capacidad de adquirir el comportamiento normal de los adultos y la tendencia a hacerlo. No hace falta mucho esfuerzo para enseñar a un león a comer carne o a una golondrina a volar hasta África. Lo difícil, lo que requeriría unos métodos educativos absolutamente aberrantes, sería conseguir un león vegetariano o una golondrina que no emigrase. La inmensa mayoría de los recién nacidos, si se les cría adecuadamente (es decir, con cariño, respeto y contacto físico), serán niños normales y más tarde adultos normales. El ser humano es un animal social, y por tanto la capacidad para amar y ser amados, respetar y ser respetados, ayudar a los demás y obtener ayuda de otros miembros del grupo, comprender y respetar normas sociales (en definitiva, ser una buena persona), son aspectos normales de nuestra personalidad. La educación esmerada, la religión o la ley nos pueden dar otras cosas; pero no son imprescindibles para llegar a ser buena persona. Nuestros antepasados, sin duda, ya eran buenas personas cuando vivían en cuevas, del mismo modo que las gallinas son «buenas gallinas» sin necesidad de escuelas o policía.
Vamos, pues, a pasar revista a algunas de las buenas cualidades de nuestros hijos.

Su hijo es desinteresado

Laura, de tres meses, llora desconsolada. Ha mamado, tiene el pañal limpio, no tiene frío, no tiene calor, no se ha clavado ningún imperdible. Su mamá la toma en brazos, le canturrea unas palabras cariñosas y al momento Laura está calmada. La vuelve a dejar en la cuna y al instante rompe a llorar.
—No tiene hambre, no tiene sed, no le pasa nada —dicen las malas lenguas—. ¿Qué diablos querrá ahora?
Quiere a su madre. La quiere a usted. No la quiere por la comida, ni por la ropa, ni por el calor, ni por los juguetes que le comprará más adelante, ni por el colegio de pago al que la llevará, ni por el dinero que le dejará en herencia. El amor de un niño es puro, absoluto, desinteresado.
Freud creía que los niños quieren a su madre porque de ella obtienen el alimento. Es la llamada teoría del impulso secundario (la madre es secundaria, lo primario es la leche) Bowlby, con su teoría del apego, mantiene todo lo contrario que la necesidad de madre es independiente de la necesidad de alimento, y probablemente mayor.
¿Por qué no disfruta usted, como madre, de esta maravillosa sensación de recibir un amor absoluto? ¿Se sentiría usted mejor si su hija sólo la llamase cuando tuviera hambre, sed o frío, y pasase olímpicamente de usted cuando estuviera satisfecha? Nadie negaría la comida a un niño que llora de hambre; nadie dejaría de abrigar a un niño que llora de frío. ¿Dejará usted de tomar en brazos a un niño que llora porque necesita cariño?

Su hijo es generoso
No hace mucho una madre, preocupada, me preguntaba cuándo dejaría su hija de año y medio de ser tan egoísta; cuándo aprendería a compartir.
¿Por qué el aprender a compartir obsesiona tanto a algunos padres y educadores? ¿De qué les va a servir a los niños aprender una cosa así? Los adultos no compartimos casi nada.
Un ejemplo. Isabel, no llega a dos añitos, juega en el parque con su cubo, su palita y su pelota, bajo la atenta y cariñosa mirada de mamá. Claro, como le faltan manos, en ese momento sólo la pala está bajo su posesión directa, y el cubo y la pelota yacen a cierta distancia. Se acerca un niño desconocido, más o menos del mismo tamaño, se sienta al lado de Isabel y sin mediar palabra agarra la pelota. Isabel llevaba diez minutos sin hacer ningún caso de la pelota, y en un principio sigue tan tranquila dando golpes en el suelo con su pala. ¿Tan tranquila? Un observador atento habrá notado que los golpes son un poco más fuertes, y que Isabel vigila la pelota por el rabillo del ojo. El recién llegado, por su parte, parece plenamente consciente de que pisa terreno resbaladizo; aparta la pelota, observa el efecto, la vuelve a acercar... Para que no haya lugar a malentendidos, Isabel advierte: «¡É mía!»; y al poco se cree obligada a especificar: «¡Pelota é mía!» El intruso, que aparentemente todavía no domina las frases de tres palabras (o tal vez, simplemente, prefiere no comprometerse), se limita a repetir: «¡Pelota, peloooota, pota!» Temerosa sin duda de que estas palabras equivalgan a una reclamación de propiedad, Isabel decide recuperar la plena posesión de su pelotita verde. El intruso no ofrece demasiada resistencia, pero en un descuido logra hacerse con el cubo. Isabel juega unos minutos, satisfecha con la pelota recién recuperada, pero de pronto parece inquieta. ¿Y el cubo? ¡Pero a dónde vamos a llegar!
Y así podemos pasar media tarde. Unas veces, Isabel cederá de buen grado, durante unos minutos, el disfrute de alguna de sus posesiones. Otras veces lo tolerará de mal grado. Otras no lo tolerará en absoluto. En ocasiones, ella misma ofrecerá al otro niño su propia pala a cambio de su propio cubo, Puede haber algunos llantos y gritos por ambas partes; pero, en todo caso, es probable que su nuevo «amigo» consiga bastantes minutos de juego relativamente pacífico.
Es muy posible también que ambas madres intervengan. Y aquí se produce un hecho que nunca deja de sorprenderme: en vez de defender como una leona a su cría, cada madre se pone de parte del otro niño. «Venga, Isabel, déjale la pala a este niño.» «Vamos, Pedrito, devuélvele a esta niña su pala.» En el mejor de los casos, la cosa quedará en suaves exhortaciones; pero no pocas veces las madres compiten en una loca carrera de generosidad (¡qué fácil es ser generoso con la pala de otro!): «¡Ya está bien, Isabel, si te vas a portar así, mamá se enfada!» «¡Pedrito, pide perdón ahora mismo, o nos vamos!» «¡Déjelo, señora, que juegue, que juegue con la pala! Es que esta niña es una egoísta...» «¡Uy, pues el mío es tremendo! Tengo que estar todo el día detrás, porque siempre está chinchando a otros niños y quitándoles las cosas...» Y así acaban los dos castigados, como pequeños países en conflicto que podrían haber llegado fácilmente a un acuerdo amistoso si no hubieran intervenido las dos superpotencias.
Escenas como ésta, mil veces repetidas, hacen que a veces consideremos egoístas a nuestros hijos. Nosotros compartiríamos sin dudarlo una pala de plástico y una pelota de goma. Pero, ¿realmente somos más generosos que ellos, o es que los juguetes nos traen sin cuidado?
Es preciso poner las cosas en perspectiva. Imagine que es usted la que está sentada en un banco del parque escuchando música. A su lado, sobre el banco, su bolso sobre un periódico doblado. En esto se acerca un desconocido, se sienta a su lado y sin mediar palabra se pone a leer su periódico. Poco después deja el periódico (¡abierto y tirado por el suelo!), coge su bolso, lo abre, examina su interior... ¿Sabría usted compartir? ¿Cuánto tardaría en decirle cuatro frescas al desconocido, o en agarrar el bolso y salir corriendo? Si ve pasar a lo lejos a un policía, ¿no le llamaría? Imagine ahora que el policía se acerca y le dice:
—Ya está bien, déjale el bolso a este señor, o me enfado. Usted perdone, caballero, es que esta mujer todavía no sabe compartir... ¿Le gusta el teléfono móvil? Llame, llame a donde quiera... ¡Tú calla, mujer, como sigas protestando te vas a enterar!
Nuestra disposición a compartir depende de tres factores: qué prestarnos, a quién y durante cuánto tiempo. A un compañero de trabajo le podemos prestar un libro durante semanas, pero nos molesta que un desconocido nos toque el periódico sin pedir permiso. Sólo a un amigo del alma o a un pariente le prestaríamos nuestro coche para ir a dar una vuelta. Un niño pequeño tiene pocas posesiones, y un cubo, una pala o una pelota son tan importantes para él como para nosotros un bolso, un ordenador o una moto. El tiempo se le hace largo, y prestar un juguete durante unos minutos le resulta tan difícil como a su padre prestar el coche durante unos días. Y también distingue entre amigos y desconocidos, aunque no nos demos cuenta. Por ejemplo, ¿cuál de estas dos frases usaría la mamá de Isabel para resumir las historias arriba explicadas?:
a) Mientras Isabel estaba jugando en la arena con un amiguito, un desconocido me cogió el periódico y casi me quita el bolso, ¡qué susto!
b) Mientras yo jugaba con un amigo a pasarnos el bolso, un desconocido intentó quitarle la pelota a Isabel, ¡qué susto!
Claro, desde el punto de vista de un adulto, cualquier niño de dos años, indefenso y desvalido, es un «amiguito». Pero cuando mides menos de un metro, un niño de dos años es un desconocido, y puede que incluso un «individuo con sospechosas intenciones».
Un ejemplo final: Enrique, de veinticinco años, no sabiendo cómo calmar el llanto de su hijo Quique, de ocho meses, usa las llaves del coche como sonajero. Quique agarra las llaves, las menea, las mira, las vuelve a menear. Una niña de unos seis años se acerca y le hace monerías: «Uy, qué guapo ¿Cómo se llama? ¿Cuántos meses tiene? (es una de esas niñas precoces). Mi primo Antonio también tiene ocho meses, hoy no ha venido porque está con otitis.» «Hooola, Quiiique ¡Qué llaves más chulas! ¿Me las das? Toma, te las cambio por la pelota.» Enrique padre está encantado con la nueva amiguita de su hijo, hasta que la niña sale corriendo con las llaves, dejando la pelota como justo pago. ¿Cuántas décimas de segundo cree que tardará Enrique en salir detrás para recuperar las llaves? Quique ha compartido, pero su padre no está dispuesto a hacerlo.
En comparación, nuestros hijos son mucho más generosos que nosotros.

Su hijo es ecuánime

Es decir, tiende a mantener un estado de ánimo estable. En palabras más sencillas, su hijo no es nada llorón.
¿Cómo que no, si se pasa el día llorando? Los niños pequeños, es cierto, lloran más a menudo que los adultos y por eso solemos decir que los niños son llorones.
¿Y si resulta que, simplemente, tienen más motivos para llorar?
«Es que lloran sin motivo», me dirá usted. «Lloran por cualquier tontería.» Lloran, según la edad, porque se les cae una torre de piezas de construcción, porque no les compramos un helado, porque les llevamos al médico, porque nos vamos cinco minutos, porque no encuentran la teta a la primera, porque les cambiamos el pañal, porque les secamos el pelo... Ningún adulto lloraría por esas cosas, desde luego.
¿Y por qué lloraría usted? Haga un experimento: siente en su regazo a su hijo de uno o dos años y dígale las cosas más tristes que se le ocurran: «Te van a hacer una inspección de hacienda.» «Te han despedido del trabajo.» «Te están saliendo unas patas de gallo espantosas.» «Tu equipo de fútbol baja a segunda...» No llorará. Las cosas que nos hacen llorar a los niños y a los adultos son totalmente distintas.
Entre las cosas que con más frecuencia hacen llorar a un niño pequeño están:
—Separarse dos minutos de su madre.
—Intentar hacer algo que no le sale.
—Notar algo raro y no saber qué es.
—Necesitar algo y no saber cómo conseguirlo.
Todas ellas son cosas, para su desgracia, que pueden ocurrir (y ocurren) varias veces al día. En cambio, las cosas que nos hacen llorar a los mayores ocurren sólo de tarde en tarde. Por eso parece que somos menos llorones, pero no es cierto. Si nuestro equipo bajase a segunda varias veces al día, si nos despidiesen del trabajo cada mañana, si se muriesen cada día varios de nuestros mejores amigos, nos pasaríamos también el día llorando.

Su hijo sabe perdonar

Emilia y su hijo Óscar, de seis años, han tenido una fuerte diferencia de opiniones. Para no perdernos con los detalles, digamos tan sólo que Emilia era partidaria de que Óscar se duchase, mientras que este último se sentía muy limpio. Ha habido gritos, llantos, insultos y amenazas. Un testigo imparcial reconocería que la mayor parte de los llantos ha venido de una de las partes en conflicto, y la mayor parte de los insultos y de las amenazas de la otra.
De eso hace una hora. ¿Cuál de estas personas cree usted que está ahora contenta y feliz, y continúa con sus ocupaciones como si nada hubiera ocurrido, mostrándose incluso inusualmente alegre y zalamera; y cuál, por el contrario, es más probable que esté todavía enfadada, haciendo reproches, rezongando? «Mira, mamá, mira qué hago.» «No, mamá no ríe. " «¿Iremos al zoo el domingo?» «A ver, ¿tú crees que te lo mereces? ¿Te parece que te has portado bien?»
Arturo, el padre, vuelve ahora del trabajo. ¿Cuál de las siguientes frases le parece que oirá?:
a) «Mamá se ha puesto tremenda esta tarde, no sabes la escenita que me ha hecho. Tienes que decirle algo.»
b) «Este niño ha estado toda la tarde muy impertinente, no me hace ni caso. Tienes que decirle algo.»
Nuestros hijos nos perdonan, cada día, docenas de veces. Perdonan sin doblez, sin reservas, sin reproches, hasta olvidar completamente el agravio. Se les pasa el enfado mucho antes que a nosotros.

Su hijo es valiente

Imagine que está usted haciendo cola en su banco cuando entran unos individuos armados con la cara tapada. Si le dicen que se tire al suelo, ¿no se tira? Si le dicen que se calle, ¿no se calla? Si le dicen que se esté quieta, ¿no se queda de piedra? ¿Cree que un niño de dos años hubiera obedecido? Imposible, Ninguna fuerza, ninguna amenaza, ni siquiera una pistola apuntándole puede hacer que un niño de dos años se esté quieto media hora, deje de pedir pipí o deje de llorar en plena rabieta. Admire su valor, en vez de quejarse de su «obstinación».
Su hijo es diplomático
Pedro y Antonio, dos amigos de cinco años, juegan en el parque mientras sus padres charlan en un banco. En esto llega Luis, otro niño de la clase, con su mamá. ¡No está poco contento Luis con el triciclo que le acaban de comprar para su cumpleaños!
Tres niños, un solo triciclo. ¿A quién puede extrañarle que surja un conflicto, cuando hemos visto morir a miles de personas por cosas mucho más feas, como un pozo de petróleo o una mina de diamantes?
Pedro y Antonio, como todos los desposeídos, son de izquierdas y consideran que la riqueza debe repartirse entre los camaradas. Luis, como todos los nuevos ricos, se ha hecho de derechas y opina que lo que es de cada uno es de cada uno. Hay un malentendido, un forcejeo. Pedro (que es un poco mayor) agarra con violencia el triciclo, y Luis cae de culo al suelo llorando desconsolado.
¡Ya está armada! La madre de Luis le reprocha que no preste sus juguetes y que lloriquee tanto. Se lo reprocha, hay que decirlo, un poco por «el qué dirán», pues en el fondo piensa que ha empezado el otro y que vaya amigos más gamberros que tiene su hijo. El padre de Pedro está muy enfadado; es consciente de que su hijo ha iniciado la «agresión» y probablemente se ve obligado por el mismo «qué dirán» a exagerar la nota. Increpa a su hijo, le grita, le atosiga con preguntas retóricas, «¡pero que te has creído!», de esas que dejan al niño totalmente inerme (pues sabe que si no dice nada, se lo volverán a preguntar: «Venga, dime, ¿te parece a ti bonito empujar a la gente?»; pero si dice algo será peor: «¡A mí no me repliques!»). La filípica adquiere tales proporciones que ya Luis ha dejado de llorar y observa, más asustado que satisfecho, mientras Pedro empieza a llorar por su parte y Antonio contempla la escena estupefacto.
Por fin Antonio parece tener una idea. Llama la atención de Luis y le hace reír con su mejor imitación de cierto personaje de la tele. Una vez roto el hielo, le propone echar una carrera. «Hasta la fuente», acepta Luis. «¡Vamos, Pedro, tonto el último!» Y salen los tres de estampida.
¡Qué fina maniobra! Antonio ha ideado una elaborada estrategia para desatascar la situación, y Luis, pese a ser la parte ofendida, lo ha entendido enseguida y le ha secundado para librar a su amigo del furor paterno. Ya los tres juegan en perfecta armonía, olvidado el incidente y abandonado el triciclo, junto a los padres todavía enfadados. Hasta es posible que la madre de Luis exclame: «¿Y para esto me hace bajar a la calle con el triciclo? ¡Ya ves, ahora a jugar a otra cosa y el triciclo aquí muerto de risa!». El padre de Antonio calla, pero está muy orgulloso de su hijo.

Su hijo es sincero

¡Y cómo nos molesta su sinceridad! Hemos inventado palabras ofensivas y denigrantes para calificarle cada vez que dice lo que piensa: «¿Por qué ese señor es negro?» (¡No seas impertinente!) «¡Quiero chocolate!» (¡No seas pesado!) «¡Mira qué mujer más gorda!» (¡No seas grosero!) «¡No me gustan los guisantes!» (¡No seas caprichoso!) «¿Para qué tengo que lavarme? No estoy sucio» (¡No seas contestón!) ¿Cuándo aprenderán esas útiles virtudes del adulto: el disimulo, la astucia, el engaño...? Las aprenderán cuando se den cuenta de que se ahorran muchas regañinas si dicen mentiras o si callan verdades.
El maestro tiene que ausentarse un momento y ordena a Carlos, de siete años, que en su calidad de primero de la clase se quede vigilando. La noble tarea del vigilante consiste en pasear entre los pupitres con los brazos cruzados, riñendo a los niños que hablan. Uno de los niños se levanta sin motivo, Carlos, en ejercicio de sus funciones, le dice que se siente; el otro no quiere. Carlos avanza con los brazos cruzados hacia el infractor, con una vaga idea de devolverlo a su pupitre por la fuerza. Se empujan mutuamente con los brazos cruzados, se les escapa la risa, toda la clase ríe.
En lo mejor de la diversión regresa el maestro, muy enfadado. Carlos intenta justificarse, pero el maestro no quiere explicaciones. Sólo hace una pregunta en tono conminatorio:
—¿Tú crees que se puede reír mientras se vigila?
—Sí —responde Carlos, y recibe una sonora bofetada.
El maestro vuelve a preguntar gritando:
—¿Tú crees que se puede reír mientras se vigila?
Esta vez Carlos se toma unos instantes para contestar. Está asustado, paralizado por el terror. Intenta comprender el motivo, qué ha hecho mal para merecer este trato. Porque no le han pegado por jugar en clase, sino por responder a una pregunta. Y él ha respondido correctamente: ha dicho la verdad. Evidentemente, el maestro quiere que conteste «no». ¿Puede contestar «no» y salvarse? Carlos intenta justificarse a sí mismo ese «no», busca desesperadamente un motivo para cambiar su respuesta. No lo encuentra. Si la pregunta hubiera sido «¿está permitido reír mientras se vigila?», podría contestar «no» de inmediato (él no sabía que no estaba permitido, pero ahora lo sabe: el enfado del maestro muestra bien a las claras que no está permitido). Pero la pregunta ha sido: «¿Tú crees que se puede...?». «Sí, piensa Carlos, yo creo que sí que se puede. Eso es lo que yo creo, ésa es la verdad, no puedo contestar otra cosa.» No quiere ser un héroe, no quiere desafiar al maestro, sólo quiere decir la verdad y, entre sollozos e hipidos, vuelve a decir: «¡Sí!»
El maestro le propina una bofetada todavía más fuerte y, con los ojos fulgurantes, el rostro congestionado y un tono terriblemente amenazador, repite la fatídica pregunta:
—¿Tú crees que se puede reír mientras se vigila?
¿Cuántas bofetadas puede soportar un niño de siete años? Carlos vacila, piensa en decir que sí, tiene miedo. Haciendo un esfuerzo inspira profundamente, contiene sus sollozos, pronuncia un «no» lastimero y rompe a llorar amargamente.
Esta escena tuvo lugar hace treinta y cinco años; y Carlos, lo habrán adivinado, era yo. No recuerdo el dolor de los golpes, no recuerdo la humillación. Recuerdo sólo el asombro, el estupor, el desconcierto y..., sobre todo, la rabia y la impotencia, el haber sido obligado a decir una mentira.
Su hijo es sociable

Observe con qué facilidad se pone su hijo a jugar con cualquier otro niño. No le importa la clase social, la raza ni la forma de vestir. Nunca oirá a su hijo pequeño hacer manifestaciones racistas («estoy harto de estos moros, vienen en pateras y nos quitan el tobogán»).
Aunque los padres se nieguen el saludo por viejas rencillas, los niños se hablan sin prejuicios. No hace mucho era costumbre intentar limitar esta sociabilidad de los niños («no me gusta que juegues con Fulanito, es malo / no es como nosotros / no te conviene / es una mala compañía»).
Su hijo es comprensivo
Acabo de hacer un pequeño experimento. He buscado en Internet la frase «los niños son crueles» y he encontrado 40 páginas que la contienen. La frase «los niños son cariñosos» sólo aparece en una de los millones de páginas de Internet. «Los niños son comprensivos», en ninguna.
Se acusa a los niños de abusar de los más débiles, poner motes y burlarse de los que tienen algún defecto. Pero esas conductas constituyen la excepción y no la regla. Es cierto que, por su falta de experiencia social, los niños pueden hacer preguntas embarazosas o mirar insistentemente a una persona con algún defecto físico. Pero también son capaces de tratar con la mayor naturalidad a cualquier compañero y aceptarlo tal como es, sin preocuparse por su aspecto.
Conozco una familia con varios hijos, el mayor de los cuales sufre un retraso mental profundo. No camina ni habla. Durante un tiempo, cogió la mala costumbre de tirar con fuerza del pelo a todo aquel, niño o adulto, que se le pusiese a mano. Sus hermanos pequeños comprendían perfectamente que no era responsable de sus actos y mostraban una exquisita tolerancia. Si en sus correrías pasaban demasiado cerca del hermano y quedaban atrapados, se limitaban a quedarse muy quietos, con una evidente expresión de dolor, y a llamar suavemente a algún adulto para que viniera a liberarlos. Por supuesto, si les estiraba del pelo cualquier otro, respondían con la adecuada contundencia.
Numerosos investigadores han comprobado que los niños menores de tres años suelen mostrar empatia, es decir, preocupación por el sufrimiento ajeno. Cuando un compañero llora, es frecuente que intenten consolarle.
Bowlby cita un estudio en el que se observó cuidadosa mente el comportamiento de veinte niños de uno a tres años en una guardería. Diez de ellos habían sufrido abusos, los otros diez provenían de familias con problemas, pero no habían sufrido abusos. Los niños que habían sido maltratados se peleaban el doble que los otros y mostraban además tres conductas que no se observaron en ninguno de los niños no maltratados: agredir a un adulto, agredir a otro niño sin ningún motivo ni provocación, aparentemente sólo para molestar, gritar o pegar a otros niños que lloraban, en vez de intentar consolarlos.

Los niños criados con cariño y respeto son cariñosos y respetuosos. No todo el rato, por supuesto, pero sí la mayor parte del tiempo. Ésa es su tendencia natural, pues en el ser humano la cooperación con otros miembros del grupo es tan natural como el andar o el hablar. Para conseguir que los niños se vuelvan agresivos, tenemos que empujarles de alguna manera, apartarles del camino normal. Los niños «educados» a gritos gritan. Los niños «educados» a golpes pegan".




En Carlos González: Bésame Mucho. Cómo criar a tus hijos con amor, Temas de Hoy, Madrid, 2003.