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Foto: Jodigreen para Flickr Creative Commons

Era la Navidad de 1989, un año difícil en Argentina. A mediados de año habíamos sufrido la hiperinflación, que nos dejó sin auto, sin negocio -mi viejo quebró a mediados de ese año y tuvo que cerrar el almacén del que vivíamos- y con una propiedad menos: un terrenito que mi papá había comprado en la década del '70 para construir una casita y venderla, pero que había quedado como un semi baldío en donde mi abuelo tenía una huerta. Si el año había sido malo, aún faltaba diciembre. Igualmente la navidad en esa época no era lo que es hoy: la carrera consumista se desató recién con el menemismo, en plena década del '90 cuando $1 argentino era igual a 1 dólar, y mientras muchas empresas nacionales cerraban, todos adquiríamos chucherías importadas por 3 dólares. Las navidades de mi infancia sólo traían algún que otro juguete para los más chiquitos de la familia, los grandes se limitaban a brindar y romper castañas. Los regalos en casa los traía el "Niñito Dios" y todo era 50 veces más sencillo de la carrera alocada que veo hoy en día para las fiestas.
Así, la Navidad se venía encima, yo tenía 10 años y aún seguía siendo la más chica de mi familia. Y pedí me regalo: quiero una cámara de fotos. Cuando mi mamá me dijo "sí", me sorprendí porque si bien era chica, me daba cuenta de que las cosas no estaban bien. Obviamente ya sabía que el regalo me lo hacían mis viejos y mi mamá a eso de las 7 de la tarde se puso a envolver, sin ningún disimulo, la cámara de fotos familiar que teníamos hacía mil años. Para las 9 de la noche ya debo haber estado insoportable, así que me dieron el regalo: la Kodak Instamatic familiar pasaba a formar parte de mi patrimonio personal. Para algunos será una historia triste (sobre todo en el mundo de hoy en donde sólo tiene valor lo nuevo, lo último, la cámara de 300 mega millones de píxeles), para mí representa uno de los momentos más lindos de mi infancia. En el momento pensé que seguramente al otro día la cámara volvería a ser familiar, pero para mi sorpresa no fue así: todos me pedían permiso para usarla, como si realmente fuera mía. Y empecé a aprender: había que colocar el rollo y girar una perillita para que avanzara, después tenías que quedarte lo más inmóvil posible y te sugerían "no respirar" al sacar la foto, para que no saliera movida. También traía como unos "foquitos" para colocar en el sitio donde iba el flash, los podías usar 4 veces. Ahora que lo pienso, me resulta increíble que a los 10 años supiera colocar el rollo, poner el flash y sacar la foto. Pero lo hacía. Las fotos de esa nochebuena ya no las tengo -supongo que las habré tirado en un arranque de limpieza- pero recuerdo patente una en la cual estaban mis viejos y mi hermana Analía: ¡con las cabezas cortadas porque en lugar de enfocarlos a ellos, enfoqué el perrito que tenía mi hermana en brazos! Ah, ¡qué nostalgia! Sí conservé otras fotos sacadas ese mismo verano, la mayoría movidas o sacadas a muchísima distancia. Siempre me gustó sacar fotos y mi mamá me apoyó en eso.
Estas son las que guardo de recuerdo, las dos son en el patio de casa: la de arriba usando como modelo a mi bebote Yoly-Bell y la segunda fotografiando a mi perro Pelé (es la mancha negra que está en el medio, jaja)

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Y después llegaron otras cámaras: una kodak chatita que tenía iguales características que la Instamatic pero con flash incorporado y la Olympus que compré en el viaje a Machu Pichu porque accidentalmente perdí la cámara que nos habían prestado (ups!). Cuando empecé a salir con David él ya tenía cámara digital: una Olympus que le habían traído de afuera cuando aún no circulaban las cámaras digitales en el país, después llegó la Canon Power Shot que compramos para nuestro viaje a Bolivia y la Nikon Coolpix que compré de urgencia -y con una bronca terrible- porque a la Canon se le ocurrió morir durante las primeras vacaciones de mi hija.
Y en julio llegó la Canon reflex que tanto habíamos soñado. Y ya llevo sacadas: ¡6000 fotos! Sí, en cuatro meses saqué 6000 fotos. La mayoría de ellas para aprender, por lo tanto no tengo ni la mitad guardadas. Estoy haciendo un curso a distancia desde agosto, que me ayudó muchísimo con la técnica y el manejo de la cámara en modo manual. Estuve averiguando también por la carrera terciaria en fotografía que funciona en Rosario, pero desistí de empezarla porque ya no tengo ganas de estar en un aula escuchando a alguien. Después de 6 años de universidad, creo que llegó el momento de ser un poco autodidacta. Incluso, el curso a distancia que estoy haciendo es mi primera experiencia de educación no formal y se está transformando en algo buenísimo. Leo mucho de la web y me anoté en el curso online de Jackie Rueda, una fotógrafa venezolana residente en Canadá que me fascina. Estoy ansiosa por saber, algo que hacía mucho que no me pasaba. Será que a mi la facultad me dejó agotada, sin ganas de más.
Obvio que hemos tenido que hacer sacrificios económicos para comprar la cámara, dejar de lado incluso otras prioridades (como terminar la pieza de Guille por ejemplo), pero David y yo tenemos un rasgo en común que nos une y nos identifica: creemos que también hay que nutrir el alma, el espíritu. Y eso se ha convertido en una prioridad importante de nuestras vidas en estos años.
Ojalá mi fotografía empiece a mejorar y logre desarrollar un estilo que pueda compartir con ustedes. Es uno de los propósitos de esa lista de deseos que estoy empezando a formar para el 2010.