Buscando una foto encontré casualmente este texto que quiero compartir con ustedes. Lo guardé durante tanto tiempo que ya ni recuerdo de dónde lo saqué, creo que del Suplemento Radar de Página/12. Lo he usado para "adornar" los discursos de fin de año en las escuelas en las que trabajo. Ahora, ya con Guillermina en brazos, lo leo desde otras perspectiva. No sé por qué siempre que lo leo se me humedecen los ojos...lo que sí se es que nuestros hijos nos enfrentan a un nuevo comienzo.
"A través de las notables personas que he conocido, he alcanzado una sola y luminosa certeza: la calidad es real y tiene una fuente. En cada momento puede brotar en el interior de una acción humana una cualidad nueva e inesperada, y con la misma rapidez se puede perder, encontrar y volver a perder. Este valor innombrable puede ser traicionado por la religión y la filosofía; las iglesias y los templos pueden traicionarlo; el fiel y el infiel lo traicionan continuamente. Pero, con todo, la fuente escondida permanece. La calidad es sagrada, pero está siempre en peligro.
No he sido testigo de ningún milagro, pero he visto a lo largo de mi vida hombres y mujeres notables, notables por el grado hasta el que han trabajado dentro de sí mismos. Esta es mi única certeza. La búsqueda de ese “algo” huidizo es lo que me ha guiado, aunque muchas veces lo haya olvidado o ignorado. Cuando era pequeño, nada me irritaba más que oír decir a los adultos que, con los años, iban comprendiendo cada vez menos. Miro hoy mi propia experiencia y siento la íntima justeza de las palabras de Lear: “Me he ocupado demasiado poco de esto”. A medida que fui envejeciendo, odiaba por encima de cualquier otra cosa esa devoción y humildad de cabeza inclinada, pero hoy está claro que los esfuerzos aislados de uno son polvo en el viento, y que no podemos hacer nada solos: necesitamos a los demás, continuamente.
Cuando logré hablar con claridad, sentí que todo se podía explicar: ahora veo qué perjuicio produciría si intentara explicar en unas cuantas frases primorosas lo que me ha guiado a lo largo de los años, porque ni siquiera lo sé. No saber no es resignación; es apertura a la sorpresa. Gozosamente, he intentado conducir a otros o hacer cosas yo solo, e inevitablemente esa actitud ha tenido que inclinarse ante la siempre incómoda verdad de que tan sólo empezamos a existir cuando servimos a un propósito situado más allá de nuestros propios gustos y aversiones. El material que hay en las páginas de este libro se repite continuamente; tan sólo con alterar el orden se modifica el equilibrio. Por eso siempre habrá proyectos nuevos, direcciones nuevas, entusiasmos nuevos. Yo volveré a aferrarme en vano a una rama o a una hoja, mis caballos seguirán galopando en direcciones opuestas, saltando y cayendo, un reluciente fragmento de hojalata roja volverá a ser tan seductor como una pieza de valor infinito, y una voz murmurará con frecuencia: “Si dejas pasar este momento, no volverá nunca”.
Cuando era joven solía pensar: “Es posible llegar espiritualmente en una sola vida”. De hecho, sentía la obligación moral de lograr un llegar interior antes de que fuera demasiado tarde. Después, según se fue haciendo más clara la naturaleza de nuestra humana condición, eso se sustituyó por el pensamiento más realista de que me harían falta varias vidas. Pero, poco a poco, ha prevalecido el sentido común que me enseña que uno no es más que una efímera partícula en el interior de una humanidad que está luchando, a tientas, levantándose y cayendo sin fin, buscando una meta que quizá jamás se conozca en el entero transcurso de la historia humana.
Con todo, en cualquier momento podemos encontrar un comienzo nuevo. Un comienzo tiene la pureza de la inocencia y la incondicional libertad de la mente del principiante. El desarrollo, en cambio, es más difícil. Porque, cuando la inocencia cede paso a la experiencia, la llenan enjambres de parásitos, confusiones, complicaciones y excesos del mundo. Acabar es lo más duro de todo, pero ese soltarse da el único sabor real de la libertad. Entonces el final se convierte una vez más en principio, y la vida tiene la última palabra. En un pueblo africano, cuando un contador de historias llega al final de su cuento, pone la palma de la mano en el suelo y dice: “Aquí dejo mi historia”. Y luego añade: “Para que otro la pueda recoger otro día”.
Prólogo al libro Hilos del tiempo, de Peter Brook
No he sido testigo de ningún milagro, pero he visto a lo largo de mi vida hombres y mujeres notables, notables por el grado hasta el que han trabajado dentro de sí mismos. Esta es mi única certeza. La búsqueda de ese “algo” huidizo es lo que me ha guiado, aunque muchas veces lo haya olvidado o ignorado. Cuando era pequeño, nada me irritaba más que oír decir a los adultos que, con los años, iban comprendiendo cada vez menos. Miro hoy mi propia experiencia y siento la íntima justeza de las palabras de Lear: “Me he ocupado demasiado poco de esto”. A medida que fui envejeciendo, odiaba por encima de cualquier otra cosa esa devoción y humildad de cabeza inclinada, pero hoy está claro que los esfuerzos aislados de uno son polvo en el viento, y que no podemos hacer nada solos: necesitamos a los demás, continuamente.
Cuando logré hablar con claridad, sentí que todo se podía explicar: ahora veo qué perjuicio produciría si intentara explicar en unas cuantas frases primorosas lo que me ha guiado a lo largo de los años, porque ni siquiera lo sé. No saber no es resignación; es apertura a la sorpresa. Gozosamente, he intentado conducir a otros o hacer cosas yo solo, e inevitablemente esa actitud ha tenido que inclinarse ante la siempre incómoda verdad de que tan sólo empezamos a existir cuando servimos a un propósito situado más allá de nuestros propios gustos y aversiones. El material que hay en las páginas de este libro se repite continuamente; tan sólo con alterar el orden se modifica el equilibrio. Por eso siempre habrá proyectos nuevos, direcciones nuevas, entusiasmos nuevos. Yo volveré a aferrarme en vano a una rama o a una hoja, mis caballos seguirán galopando en direcciones opuestas, saltando y cayendo, un reluciente fragmento de hojalata roja volverá a ser tan seductor como una pieza de valor infinito, y una voz murmurará con frecuencia: “Si dejas pasar este momento, no volverá nunca”.
Cuando era joven solía pensar: “Es posible llegar espiritualmente en una sola vida”. De hecho, sentía la obligación moral de lograr un llegar interior antes de que fuera demasiado tarde. Después, según se fue haciendo más clara la naturaleza de nuestra humana condición, eso se sustituyó por el pensamiento más realista de que me harían falta varias vidas. Pero, poco a poco, ha prevalecido el sentido común que me enseña que uno no es más que una efímera partícula en el interior de una humanidad que está luchando, a tientas, levantándose y cayendo sin fin, buscando una meta que quizá jamás se conozca en el entero transcurso de la historia humana.
Con todo, en cualquier momento podemos encontrar un comienzo nuevo. Un comienzo tiene la pureza de la inocencia y la incondicional libertad de la mente del principiante. El desarrollo, en cambio, es más difícil. Porque, cuando la inocencia cede paso a la experiencia, la llenan enjambres de parásitos, confusiones, complicaciones y excesos del mundo. Acabar es lo más duro de todo, pero ese soltarse da el único sabor real de la libertad. Entonces el final se convierte una vez más en principio, y la vida tiene la última palabra. En un pueblo africano, cuando un contador de historias llega al final de su cuento, pone la palma de la mano en el suelo y dice: “Aquí dejo mi historia”. Y luego añade: “Para que otro la pueda recoger otro día”.
Prólogo al libro Hilos del tiempo, de Peter Brook
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