Y llegó por fin el viernes. Fue una semana difícil. Guille está descubriendo su autonomía, pero se niega a explorarla lejos mío. Estamos jugando, acomodo una pierna y ella llora desconsolada. O está jugando tranquila con David y cuando me ve pasar cerca empieza a gritar, llora tan angustiada que a veces no podemos calmarla fácilmente. Llora cuando no puede abrir algo, cuando no puede sacar algo, llora cuando se cae en sus intentos de caminar, llora cuando la gata huye, llora hasta dormida.
Para colmo de malas fue una pésima semana en el trabajo. Es cierto que trabajo poco: solo algunas horas a la mañana y la tarde del lunes. Pero esta semana pusieron fecha en la escuela para una "reunión plenaria" sin suspensión de clases. Esto implica que el lunes 18 tendría que ir a dar clases de 7:30 a 12 y quedarme a la Plenaria de 12 a 18. Y claro: puse el grito en el cielo. Simplemente: no puedo estar tantas horas fuera de casa. Le expliqué al director que trabajo poco (y gano poco) para darme el lujo de no estar tantas horas fuera de casa, ¿ustedes creen que entendió? Como no entendió fui clara: pasame el descuento, pero yo hasta esa hora NO me quedo. Sobre todo porque me parece terriblemente injusto. Y se sabe: quejarse nunca es gratis.
Y aquí estoy, viendo cómo empezamos el fin de semana, tratando de ponerle ganas a pesar de los mocos y la tos de Guille que no anuncian nada bueno. Intenté disminuirle los lácteos, pero es como que mientras más ansiosa me pongo yo por el tema más los requiere Guille. Y David que no lee lo que le dejé marcado le Laura Gutman, ni tampoco pasa por el blog para aunque sea ver de qué me quejo.
Estoy agotada, las innumerables disputas cotidianas me vacían el alma y siento que reboto de acá para allá sin planes, ni objetivos, ni "ganas de...". Algo está haciendo ruido adentro mío y no sé exactamente qué es. Supongo que este estancamiento es el que me agota, me aburre y me pone melancólica.
Al menos empezó el otoño: dorado, crujiente y cálido. Salimos a pasear el perro y Guille camina ya 1 cuadra y media tomada de una sola mano. Vamos despacito y descubre las hojas, y mira a la gente que le sonríe. Le encantan los carros con caballos y los cartoneros no se resisten a su sonrisa y a los grititos de entusiasmo que larga: nos saludan contentos.
Empecé a leer Mujeres que corren con los lobos, me impactó muchísimo el cuento "La loba", al que hacía referencia el otro día en un post. La autora, Clarisa Pinkola Estés -una psicóloga junguiana- reune en este libro cuentos sobre la naturaleza salvaje de las mujeres y los analiza antropológica y psicoanalíticamente. Pero, más allá de la explicación simbólica que da de cada uno de los cuentos, creo que si leemos dejándonos llevar, podemos captar totalmente la esencia profunda que encierra cada historia y su relación con la mujer salvaje que nos habita.
Les dejo el cuento...que fluyan las interpretaciones. Por mi parte, creo haber encontrado a la vieja, tengo por delante la enorme tarea de recoger los huesos, elegir la canción y ponerle carne a eso que haya encontrado.

"La Loba"

Hay una vieja que vive en un escondrijo del alma que todos conocen pero muy pocos han visto. Como en los cuentos de hadas de la Europa del este, la vieja espera que los que se han extraviado, los caminantes y los buscadores acudan a verla.
Es circunspecta, a menudo peluda y siempre gorda, y, por encima de todo, desea evitar cualquier clase de compañía. Cacarea como las gallinas, canta como las aves y por regla general emite más sonidos animales que humanos.
Podría decir que vive entre las desgastadas laderas de granito del territorio indio de Tarahumara. O que está enterrada en las afueras de Phoenix en las inmediaciones de un pozo. Quizá la podríamos ver viajando al sur hacia Monte Albán en un viejo cacharro con el cristal trasero roto por un disparo. O esperando al borde de la autovía cerca de El Paso o desplazándose con unos camioneros a Morella, México, o dirigiéndose al mercado de Oaxaca, cargada con unos haces de leña integrados por ramas de extrañas formas. Se la conoce con distintos nombres: La Huesera, La Trapera y La Loba.
La única tarea de La Loba consiste en recoger huesos. Recoge y conserva sobre todo lo que corre peligro de perderse. Su cueva está llena de huesos de todas las criaturas del desierto: venados, serpientes de cascabel, cuervos. Pero su especialidad son los lobos.
Se arrastra, trepa y recorre las montañas y los arroyos en busca de huesos de lobo y, cuando ha juntado un esqueleto entero, cuando el último hueso está en su sitio y tiene ante sus ojos la hermosa escultura blanca de la criatura, se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar.
Cuando ya lo ha decidido, se sitúa al lado de la criatura, levanta los brazos sobre ella y se pone a cantar. Entonces los huesos de las costillas y los huesos de las patas del lobo se cubren de carne y a la criatura le crece el pelo. La Loba canta un poco más y la criatura cobra vida y su fuerte y peluda cola se curva hacia arriba.
La Loba sigue cantando y la criatura lobuna empieza a respirar.
La Loba canta con tal intensidad que el suelo del desierto se estremece y, mientras ella canta, el lobo abre los ojos, pega un brinco y escapa corriendo cañón abajo.
En algún momento de su carrera, debido a la velocidad o a su chapoteo en el agua del arroyo que está cruzando, a un rayo de sol o a un rayo de luna que le ilumina directamente el costado, el lobo se transforma de repente en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas.
Recuerda que, si te adentras en el desierto y está a punto de ponerse el sol y quizá te has extraviado un poquito y te sientes cansada, estás de suerte, pues bien pudiera ser que le cayeras en gracia a La Loba y ella te enseñara una cosa... una cosa del alma.

En Pinkola Estes, Clarisa: Mujeres que corren con los lobos, D Ediciones B, S.A., 1998.