"...y Dafne metamorfoseada, sensitivo laurel
quiere que te conviertas en viento..."
En Sonetos a Orfeo, Rainer Maria Rilke


Hoy hace diez años que murió mi viejo.
El 2 de abril de 1999 le descubrían un cáncer de pulmón, 1 mes y pico después moría. Fue un shock para nosotras. Mi papá murió estando demasiado vivo. ¿Cómo olvidarme de la sensación de volver a casa después del entierro, acostarme agotada en la cama y sentir que en cualquier momento podía entrar por la puerta? Los recuerdos que tengo de esos días tienen que ver con la irrealidad, son imágenes difusas, borrosas. Recuerdo un sonido: el cajón chocando contra las paredes de los nichos vecinos.
Lo enterramos una mañana fría y soleada de otoño (frase trillada pero fue realmente así, esas eran las características reales de aquella mañana). Yo miraba el sol y me decía a mí misma que no todo podía ser tan malo, tan negro, si la mañana brillaba de esa forma.
No fue el mejor papá del mundo, ya he contado que ni siquiera se dignó a mirarme demasiado: se negaba a constatar que yo no era Pablo, que era su tercera hija mujer y que esa evidencia no podía ser rebatida. Me aceptaba si iba a pescar con él o si hablaba de fútbol. Habrá sido por eso que me gustaba tanto ver fútbol, será por eso que me dejó de gustar inmediatamente cuando me di cuenta de que no necesitaba saber qué era estar en "orsay" para que alguien me quisiera.
En casa he escuchado muchas veces decir: "hicieron lo que pudieron". Yo creo que no, que hicieron menos de lo que pudieron. Pero puedo reconocer que también él venía de una historia de abandono emocional muy profunda.
Las cuentas están saldadas, no nos "quisimos bien" pero al menos cada uno disfrutó de momentos de felicidad.
¿Hubiera crecido lo mismo si él aún viviera?¿Hubiera sido igual de feliz? No sé, sólo sé que todo en la vida tiene un sentido y que la muerte de mi papá inauguró el período más fértil de mi vida. Detrás de las lágrimas que derramé a mis 20 años se escondía el maravilloso porvenir.
¿En qué momentos fugaces fuimos felices? Cuando nos llevabas a pescar a Analía y a mí: nos armabas las cañitas y nos dejabas paraditas ahí al lado del Paraná. Para pescar hay que tener paciencia y la capacidad de hacer silencio, no las cuento entre mis cualidades, me recuerdo haciendo un esfuerzo desmedido para ver la recompensa: la mojarrita desesperada chocando contra las piedras. Algunas veces las desenganchabas y las tirabas de nuevo al agua. A veces salía algún moncholo y corrías desesperado para que no nos claváramos los bigotes intentando sacarlos.
Me acuerdo también de todo lo que aprendí de historia con vos. De cómo aprendí a argumentar para rebatir cada una de tus ideas. Recuerdo, aún muriéndome de risa, los apodos que les habías puesto a nuestros ídolos del rock nacional: a Charly le decías la cucaracha gigante y a Fito la calandria enferma. Y corrías a buscar la máscara de soldar cuando aparecían en la tele y me traías el disco de Pugliese y me decías: "dale...poné música en serio" y claro que lo escuchábamos. Lo escribo y se me diluyen las penas.
Sí, hubo momentos felices. Pero algo tuyo se apagó ante cada frustración y el gesto más generoso de tu vida fue morir para que pudiéramos nacer como mujeres.