En unos días se cumplen 11 años del día en el que abrí por primera vez la puerta de un aula como profe. Era una escuela de adultos, una "nocturna" y yo estaba muerta de miedo (como cada marzo). Adelante estaban sentadas las señoras mayores, amas de casa que no habían podido terminar la secundaria 30 años atrás y ahora se tomaban revancha. Atrás, los pibes que un par de años antes el sistema había expulsado de una trayectoria escolar "normal". Algunos se lo tomaban más en serio que otros, pero todos querían el "título", la acreditación que les dijera que ellos sabían X cosas. Para los más jóvenes era la posibilidad de un trabajo mejor, para los más grandes, la certeza de ponerle un punto final a algo que habían postergado. Fue todo aprendizaje, sobre todo para mí, que tenía 24 años y no entendía mucho cómo se construía un mundo diferente dentro del aula. Sí, lo había estudiado, el "sujeto pedagógico" y mil cosas teóricas más...pero nada me servía de mucho, no podía poner nada de esa teoría en mi relación con mis alumnos, no entendía cómo hacerlo.
Pasaron algunos años, dejé de trabajar con adultos por los vericuetos del sistema y me enfrenté a lo más temido: los adolescentes. Difíciles esos primeros años. Todo un camino. A veces, el choque es tan brutal que te hace querer salir corriendo. Hay años más fáciles que otros y lo cierto es que los docentes no dejamos todo atrás cuando entramos al aula, no, entramos con nuestros problemas, nuestras angustias y alegrías, nuestras noches sin dormir cuando tenemos bebés en casa, nuestros conflictos matrimoniales y demás. Y los chicos tampoco entran vacíos al aula, vienen con sus cambios y sus peleas con los padres y el hermanito más chico que nació y los abuelos que empiezan a morirse. En el mejor de los casos, son problemas pequeños, en el peor, sacudidas fuertes. 
Y en el medio de todo eso, hay que aprender y hay que enseñar. Y me agoto de solo pensarlo, pero sin embargo lo sostengo cada día.
Hace un tiempo, sostenía que el docente se hace en el aula. Y lo sigo pensando, ¡claro! Creo que no hay profesorado ni universidad que puedan enseñarte a ser docente, es casi como ser mamá: te pueden contar mil cosas, pero la experiencia es única y sólo uno puede vivenciarla y decir si te gusta o si es para otro. Entonces, sí, el docente se hace en el aula, pero también junto a sus compañeros. Cuando tenés a tu alrededor gente a la que le gusta ser docente, la vida y la profesión se te facilitan un montón. Porque, créanme, si no te gusta la docencia, es una pésima idea ser docente :P
No sé si la escuela sirve o no sirve (ni siquiera puedo pensar en algo tan complejo como decidir eso), pero sigue siendo un lugar de encuentro social para dos generaciones y en ese encuentro se condensan un montón de cosas. La labor cotidiana es pequeña y enorme al mismo tiempo, muchas veces es dolorosa y hasta solitaria. Y cada vez me importa menos si saben o no saben acerca de la importancia del movimiento romántico en la literatura argentina, pero sí me importa que sepan que los adultos también somos vulnerables, que nos caemos y nos levantamos cada día, que las profesiones no son trayectorias lineales en donde "siempretegustaloquehacés", pero que sí vale la pena buscar tu camino (aunque te lleve 30 años) para hacer lo que amás. 
Y para mí el aula es un lugar feliz, aunque a veces grite y me frustre porque no les importa el movimiento romántico (¡es importante chicos!) o la arbitrariedad del signo lingüístico (más importante aún).  
En  el aula soy feliz porque ahí construí mi lugar para crecer.